Si te pregunto, “¿Cómo sería tu mundo ideal?”, seguramente darías un buen suspiro, tu mirada divagaría y procurarías poder expresar en palabras lo que para ti sería un mundo ideal.  Para algunos, esta pregunta podría hacerlos sonreír, pero para otros, podría llevarlos a recordar acerca de lo que pudo ser y no fue, ya sea porque pareciera que el tiempo ya pasó y no queda esperanza o porque aquel o aquella a quien anhelan tener cerca ya no está.  La realidad es que cada uno de nosotros tenemos ese mundo ideal que nos hace soñar, que nos da ilusión y que -en los mejores casos- nos motiva a movernos de nuestro lugar para tratar de alcanzar vivir aquello que visualizamos dentro de ese «mundo».

Es muy natural que deseemos vivir nuestra mejor vida, que queramos cosas buenas, que soñemos y que trabajemos por eso. Pero también es muy normal que sintamos frustración cuando no logramos alcanzar aquello que tanto anhelamos, aquello por lo que tal vez nos esforzamos.  Más difícil aún es que la vida te sorprenda con pérdidas, diagnósticos inesperados, infidelidad, traición o abandono; en fin, cambios drásticos que tienen la capacidad de trastornar tu vida y tu mundo.  Realidades que hay que enfrentar y que, en cierto modo, nos obligan a “ajustar” nuestra vida a lo “nuevo”, que en nada se parece a nuestro mundo ideal.

Estoy en un momento de mi vida en la que, literalmente, estoy aprendiendo a vivir una vida cristiana que está muy lejos de parecerse a la vida cristiana ideal que alguna vez soñé o imaginé. Y es que en la biblia he encontrado verdades que han sacudido mi fe o, más bien, han sacudido las ideas de lo que yo he entendido es el vivir una vida por fe.  En algún momento creímos que si estábamos cerca de Dios, Él resolvería nuestra vida y todo estaría bien.  Es más, creímos que aceptar el llamado de Dios para nosotros nos abriría paso a una vida libre de problemas, a una vida llena de premios y beneficios.  Y ese pensamiento está muy lejos de ser la realidad para aquellos que hemos decidido seguir a Jesús.  Él mismo se encargó de dejarle saber a sus discípulos que enfrentarían aflicción, pero los animó dejándoles saber que ya Él había vencido al mundo (Juan 16:33).

La palabra nos enseña en Filipenses 2 que Jesús dejó “su mundo ideal” para hacerse semejante a los hombres, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte.  Les confieso que pensé: «¡Ay, claro!, si estaba en el espíritu. Me parece que así se le hizo más fácil». Me hizo recordar las veces que uno está en la misma presencia de Dios, disfrutando de Su bien y allí Él te pide algo y uno con lágrimas en los ojos y sin pensar en más nada, dice: «¡Sí, Señor! Aquí estoy. Yo voy, yo lo entrego todo, yo me rindo. Lo que tú me digas, eso haré…». Hasta que salimos de esa atmósfera de gloria y nos enfrentamos a la realidad de que la cosa no es tan fácil. 

Pero, luego recordé a Jesús en esta tierra de los vivientes, enfrentando uno de los momentos más determinantes de su vida.  Mateo 26, desde el verso 36 en adelante, nos muestra que Jesús fue con sus discípulos al Getsemaní. Dejó a algunos discípulos y se llevó a tres con él a un lugar más apartado para ir a orar.  Dice la Palabra que Jesús comenzó a sentirse triste y angustiado, tanto así que les dijo a esos tres: “Es tal la angustia que me invade, que me siento morir”. Dejó a esos tres y se alejó aún más. Se postró sobre su rostro y -en intimidad con el Padre- le expresó el deseo de lo que había en “su mundo ideal”: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo». Marcos 14:36 registra que Jesús le dijo: «Abba Padre, todo es posible para ti.  No me hagas beber este trago amargo».  En Lucas 22:42-44 registra que Él dice: «Padre, si quieres, no me hagas beber este trago amargo… Entonces se le apareció un ángel del cielo para fortalecerlo.  Pero, como estaba angustiado, se puso a orar con más fervor, y su sudor era como gotas de sangre que caían a tierra».

Jesús, tan humano como tú y como yo; Jesús, quien aceptó cumplir con el plan del Padre, se sinceró delante de Él y le dijo lo que no deseaba experimentar.  Jesús no quería sufrir de esa manera y, al acercarse el momento de cumplimiento, parecía que titubeaba ante el temor, el dolor, la agonía, el sufrimiento por lo que le esperaba. Pero, lejos de renunciar, Jesús “murió” a su deseo, a su mundo ideal y luego le dijo al Padre: «Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Este momento tan duro sucedió justo antes de Jesús convertirse en autor de salvación; justo antes de que Dios lo exaltara hasta lo sumo y se le diera un nombre que sería y es por sobre todo nombre.  Justo antes de dar a luz el cumplimiento, Jesús lloró, sufrió, sudó, le dio estrés y le quiso recordar al Padre lo poderoso que Él era, para que el Padre mismo cambiara la forma del plan ya establecido. Todo lo que sintió fue real y su dolor fue válido.   El autor de Hebreos 5:7-9 nos vuelve a recordar que:  “En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión. Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y, consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen…”.

Amiga y amigo que me lees: si Jesús pasó por esto, ¿qué te hace pensar que nosotros no vamos a experimentar momentos así?  La religión nos enseñó que si hay tristeza, ansiedad, temor, etc., entonces estamos derrotados. Pero, Jesús nunca estuvo derrotado. Él sólo estaba siendo humano y esa humanidad estaba siendo procesada para que al final pudiera Él decir “que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Creo que estamos a punto de ver el cumplimiento de lo que Dios ya ha dicho sobre nuestras vidas y sabemos que hay urgencia de que se manifieste el poder y la gloria de Dios a través de sus hijos. Estamos en ese momento «justo antes de», pero talvez lo que nos falta es rendirnos completamente y al final de todo lo que hemos podido expresar delante del Padre, podamos decirle “pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Qué difícil se nos hace “funcionar” cuando sentimos que nuestra vida no está como desearíamos. Y me refiero a que nosotros mismos nos «detenemos» en la carrera o dejamos de sembrar porque pensamos que por nuestra condición no tenemos la autoridad de ejecutar las tareas que Dios nos ha dado. Queremos detenerlo todo porque sentimos la urgencia de sentirnos en condiciones óptimas, sintiendo los ríos de agua viva, sintiéndonos con el poder y con la fe suficiente de hacer mover montes. O porque queremos sentir que nuestro corazón se desborda de amor, perdón y misericordia por aquel que nos hizo daño, que habló mal de nosotros y en ese deseo de tener el corazón del Padre, se nos olvida que somos humanos. Es ahí que miramos nuestra humanidad y la despreciamos. Nos despreciamos a nosotros mismos porque pareciera que nunca podremos alcanzar la pureza de lo que entendemos que Dios anhela y espera.

Y sí, Dios anhela un corazón puro, pero esa pureza se consigue cada vez que podemos acercarnos con confianza al trono de la gracia. Es allí donde podemos alcanzar misericordia y hallamos gracia para el oportuno socorro (Hebreos 4:16). Se consigue cuando allí en Su presencia podemos entender que es esa humanidad precisamente lo que necesitamos para que Su poder se perfeccione en nosotros. Pablo al entender esto, expresó: «Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo» (2 Corintios 12:9).

Jesús sintió que se moría, pero no escapó de su misión ni huyó del sufrimiento.

Por tanto, no nos desanimamos. Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento. Así que no nos fijamos en lo visible, sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno. 2 Corintios 4:16,18-19

Es necesario recordar y entender que aún en medio de las dificultades, aflicciones, pruebas y procesos hay una gloria que sigue estando en nosotros y es la gloria de Cristo que se manifiesta cuando seguimos obedeciendo y seguimos sembrando la semilla. Me maravillé al leer lo que dice la Palabra en el Salmo 126:6: «Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; Mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas».

Mientras lloremos, nos conviene seguir caminando y nos conviene seguir sembrando la semilla del evangelio. Sólo así experimentaremos lo que es el regocijo de recoger el fruto de lo que ha sido sembrado. Entendamos que nuestro gozo no proviene de nuestro mundo ideal. Nuestro gozo lo hallamos cuando nos damos la oportunidad de disfrutar de Su gracia y cuando compartimos con otros lo que por gracia hemos recibido.

Es mi oración, «Que el Dios de la esperanza los llene de toda alegría y paz a ustedes que creen en él, para que rebosen de esperanza por el poder del Espíritu Santo» (Romanos 15:13). Solo así podremos vivir una vida gloriosa, aunque ésta quede muy lejos de nuestro mundo ideal.

¡Ánimo! Solo estamos siendo procesados para que Su gloria pueda ser vista en nosotros. Sigue caminando y sigue sembrando con insistencia, porque ciertamente cada semilla sembrada dará fruto a su tiempo.

Los bendigo,

Lisandra